martes 12 de mayo de 2009

Una dama de cristal y un “hombre” con destellos verdes



Lugar y fecha del suceso: entre las Hurdes y la comarca de la Vera (carretera nacional V), año 1984

Uno de los testigos de esa dama de cristal –un camionero- se la había llevado por delante con su poderoso vehículo, o podría decirse que el pesado automotor la atravesó. Y cuando el conductor se detuvo, derretido ante la supuesta catástrofe, los cabellos se le erizaron como escarpias: la “mujer” seguía en pié en medio del asfalto, como si la envestida de un quince toneladas fuera pura brisa marinera.

Un “hombre” con destellos verdes

En la carretera Zafra-Huelva, poco más o menos a la altura del predio “Las Navas”, se cuenta que el usuario de un automóvil que marchaba a una media de 60 km/h, se vio bruscamente frenado, no respondiendo sus mandos por escasos segundos que el coche se deslizó sin velocidad por una zona de escasos metros, volviéndose a embalar inmediatamente. El conductor, buen mecánico, se hacía cábalas sobre la extraña y momentánea avería técnica, cuando a su regreso y en el mismo sitio volvió a ocurrirle, por lo que ya, desconcertado, mientras el coche se deslizaba casi parado, miró a un lado de la carretera, viendo la figura de un hombre como de dos metros de estatura “con destellos verdes”, y al volvérsele a embalar el coche, escapó horrorizado y contó su singular aventura.

Jueves 14 de noviembre de 1968 (22:45). Zafra (Badajoz)

Un testigo estaba en el kilómetro tres de la carretera de Zafra a Huelva cuando vio una forma humana inmóvil a un lado de la carretera, a 30 metros de distancia. Tenía una altura de dos metros, con brazos anormalmente largos y ropas fosforescentes; la cara era solo una zona negra. El coche del testigo empezó a fallar, su reloj se detuvo, rompiéndose el muelle real y se escuchó un sonido similar al producido por un viento huracanado, aunque tal viento no soplaba. (Datos vertidos por la prensa)

Testimonio de Manuel Trejo Rodríguez en primicia:

“Esa noche a las ocho tomé mi automóvil –un Citröen, un “once ligero” francés y, como tenía costumbre, me dispuse a viajar al cercano pueblo de Burguillos del Cerro a dieciséis kilómetros de Zafra, dirección Jerez de los Caballeros. Por aquel entonces, aunque soldador de profesión, me dedicaba también al transporte de picón. (Una suerte de carbón menudo, muy utilizado en los antiguos braceros). Y esa era mi intensión: cargar unos cuantos sacos en Burguillos y regresar a casa.

Recuerdo que llovía y me encontré con algunos bancos de niebla. Y a cosa de cuatro o cinco kilómetros de Zafra, cuando circulaba por una curva, el coche me hizo un extraño. Dio un bandazo e, inexplicablemente, luces y motor se vinieron abajo. Fue rarísimo. El coche se hallaba en perfectas condiciones. Y, sin embargo, se movió, como si le meciesen. Pero el problema fue momentáneo. Recuperé en seguida el empuje y la iluminación y, un tanto “mosca”, eso sí, continué hacia mi objetivo, cavilando a cerca de lo que había sucedido.

Dos horas necesité para adquirir y cargar los quince o dieciséis sacos de picón en la baca y en el interior del Citröen. Los llevaba hasta el asiento delantero. Y reemprendí el camino de regreso a Zafra. Y a las 22:50 horas, penetré en una curva bastante pronunciada: de unos 30 grados. Marchaba en tercera y a no demasiada velocidad: entre 40 y 45 Km/h y con las luces largas. Y a una distancia de unos trescientos metros distinguí a la derecha de la carretera, sobre la cuneta, a un “hombre” que, en un primer momento, confundí con un motorista de la guardia civil.

Y en segundos el coche volvió a fallar. Y, entre “tirones” pegó un segundo bajonazo. Me quedé sin luces y, como es lógico, quité el pié del acelerador. Nada más rebasar al individuo –quizá a veinte metros- todo se normalizó. Esta vez, a pesar del susto, decidí parar. Y me fui orillando, a un tiro de piedra del misterioso personaje. Descendí, pero ente mi sorpresa, el fulano había desaparecido…”

Datos puntuales del testigo que desestiman los referidos por la prensa:

“No pareció tan alto como dijo la prensa. Me pareció normal. Entre 1.70 y 1.80 metros. Se hallaba de frente al turismo. Las piernas permanecían juntas y los brazos pegados al cuerpo. Vestía un traje ceñido como los buzos con muchísimas lucecitas: rojas, verdes y azules. Era increíble, yo diría que tenían el tamaño de una lenteja. Quizá menos. Parecía un árbol de navidad…Y al llegar a su altura, aquella “feria”, multiplicó su luminosidad. La cabeza y las manos, en cambio, estaban en sombra. Las facciones y el cabello, todo en negro, no me llamaron la atención. Eran como los nuestros. El pelo, eso sí, era un poco más largo de lo normal. En cuanto a los dedos, se distinguían a la perfección. Quizá llevaba guantes, no lo sé…Los pies lucían igualmente en negro. Calzaba algo similar a unas botas.

No estoy seguro, pero creo que, al ponerme a su altura, se movió ligeramente. La experiencia no se la deseo a nadie. Pasé miedo, sí, señor”.

Dos noches después del encuentro con el “papa noel”, el vecino de Zafra, que continuaba con sus labores de transporte de picón, repetía experiencia y susto.
“Hacía las once de la noche –explicó Trejo- abandoné burguillos con otro cargamento. Pero cosa rara, cuando llevaba recorridos unos doscientos metros, detuve el automóvil. Allí a la izquierda de la carretera, hay una fuente. Y bebí a placer, llenando una fuente.

Es lógico que bebiera en el pueblo, eso era lo raro, acababa de dejarlo atrás, además, ¿Porqué entrar en el coche con las manos manchadas de carbón y bajarse a doscientos metros? Porque eso fue lo que hice. Y, mientras me aseaba, una luz apareció por encima de la sierra que se levanta al oeste. No pude remediarlo, sentí miedo. Aquella luz como el nácar no era normal. No se escuchaba el meno r ruido. Se desplazó sobre los montes y, a los tres o cuatro minutos, regresó al lugar en donde lo vi por primera vez. Y con un extraño desasociego me metí en el auto, arrancando hacia Zafra. Ésa fue otra, no consigo explicarme porque no di la vuelta y me refugié en Burguillos.

Y poco a poco fui serenándome. La luz se quitó de mi vista y durante los siete primeros kilómetros no pasó nada. Pero, al subir el puerto de Alconera, se presentó por mi derecha. Y esta vez se metió casi encima del coche. El Citröen sin embargo respondió a las mil maravillas. Yo no puedo decir lo mismo. Me temblaba hasta el carnet de indentidad. Y, al coronar el puerto, me detuve. Y aquel objeto se paró en el aire, a cincuenta o sesenta metros, en diagonal con el turismo. A través del parabrisas la visibilidad era perfecta. Me recordó la forma de un limón, partido por la mitad. Tendría unos seis metros de diámetro y brillaba con un blanco intenso. Presentaba un trípode y un montón de “tubos” de escape, repartidos a lo largo de la circunferencia. Podían estar separados entre sí a razón de 25 o 30 centímetros y no creo que superasen los 15 o 20 centímetros de longitud…

Digo que serían tubos de escape, porque arrojaban fuego. Unas llamaradas como las de un soplete en acción. Y, emocionado, nervioso y asustado, solo se me ocurrió hacerle señales con las luces del coche y quedarme embobado. Y, al poco, en medio de un fuerte silbido, el “chisme” empezó a moverse desapareciendo en el cielo a toda “pastilla”. Y se hizo pequeño como una estrella. Mientras lo observaba, los ojos me empezaron a lagrimear. La irritación duró unas horas ¿Cómo es posible si ni siquiera salí del coche?”.

Fuente: "La Quinta Columna"; J.J. Benítez